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LA SITUACIÓN FÁCTICA EN LATINOAMÉRICA: LOS HECHOS. EUGENIO RAÚL ZAFFARONI

  1. PODER PUNITIVO ILÍCITO EJERCIDO POR AGENCIAS ADMINISTRATIVAS

El poder punitivo ejercido en forma ilícita –típica o no– es un viejo problema en la región. Nos referimos a las conductas ilícitas imputables a funcionarios policiales o penitenciarios, como también a terceros, por omisión de los anteriores.

En primer lugar, no podemos ignorar que en nuestra región se siguen registrando desapariciones forzadas, aunque no todas ellas son imputables a funcionarios estatales, sino a violencia en Estados deteriorados, que han perdido el relativo monopolio del poder punitivo. Esto no significa que no las haya imputables a funcionarios, como el triste caso de los estudiantes de Ayotzinapa.

Fuera de estos casos extremos, deben entrar en consideración –por su gravedad– las ejecuciones sin proceso, que son de antigua data y en ocasiones surgen como brotes y en otras son ya normalizadas. Se trata de la pena de muerte real en la región, donde el derecho la abolió formalmente, salvo algunos países del Caribe.

Las cifras latinoamericanas de letalidad policial registradas superan en mucho a las del hemisferio norte, lo que parece estar normalizado a través de los medios masivos, con (de)formadores de opinión que se permiten incitar pública e impunemente al homicidio afirmando ante las cámaras y los micrófonos que el mejor delincuente es el delincuente muerto.

Cuando la frecuencia de muertes estatales o letalidad policial es alta, resulta posible comparar cifras y verificar en grandes números si se trata de muertes en enfrentamientos con las policías o de ejecuciones sin proceso(1). Los casos particulares y no frecuentes no son de fácil comprobación, pues requieren la intervención activa de los jueces, de las autoridades políticas y de las propias cúpulas de las agencias comprometidas con esos homicidios(2).

Al margen de este ejercicio ilícito letal del poder punitivo –y pese a la ratificación de tratados internacionales– abundan en la región las denuncias de delitos de torturas, malos tratos, lesiones o sufrimientos impuestos por funcionarios o no evitados por ellos, en especial a personas privadas de libertad o en el acto de hacerlo, como también las víctimas de motines, violencias o tumultos carcelarios y enfermedades contraídas y lesiones sufridas como resultado de deficientes condiciones prisionales, presos en dependencias policiales, lesiones en traslados y circunstancias análogas.

Casi todas estas lesiones a bienes jurídicos son producto de conductas típicas (activas u omisivas) de funcionarios estatales, aunque algunas los sean por negligencia o por circunstancias no imputables a los funcionarios de las agencias ejecutivas, sino del deficiente material de que estos funcionarios disponen o de las precarias condiciones en que deben cumplir sus tareas.

De toda forma, en el plano internacional se trata de violaciones a los derechos humanos que generan responsabilidad de los Estados, como lo prueban numerosas sentencias del sistema regional de derechos humanos.

Cuando estas lesiones configuran conductas típicas de los funcionarios, en gran medida resultan impunes, dada la dificultad para su investigación o la poca o nula atención que le dispensan los tribunales abarrotados de causas por hechos de menor gravedad, como también por la falta de denuncia, ante la amenaza de represalias por parte de los mismos funcionarios o de sus agencias. Hasta hace algunas décadas, prácticamente estos eran los hechos de poder punitivo ilícito que preocupaban en mayor medida. Hace casi tres décadas que publicamos con motivo de estas prácticas ilícitas un artículo titulado Las penas crueles son penas, que tuvo singular éxito en aquellos años(3) y cuyos argumentos centrales reiteramos en una publicación europea(4).

2. PODER PUNITIVO ILÍCITO HABILITADO POR JUECES

2.1. Continuo aumento del número de presos. En las tres décadas que siguieron a aquellas publicaciones de la última del siglo pasado, se produjo un cambio cualitativo muy negativo, que plantea hoy el problema más agudo y generalizado y hasta normalizado en la región: se trata de la sobrepoblación penitenciaria y del constante aumento de la prisionización (conocido como el gran encarcelamiento o encarcelamiento masivo)(5). El número de presos en casi todos nuestros países aumenta incesantemente desde 1992 a ritmos anuales sostenidos, llegando a cifras absolutas y relativas antes nunca registradas. La Argentina pasó de 63 presos por cada cien mil habitantes en 1992, a más de 200 en la actualidad, Brasil de 74 a 333, El Salvador de 98 a más de 600, Perú de 76 a 270, Uruguay de 96 a 300. Contribuye a ese aumento un mal antiguo de la región, que es el abuso de la prisión preventiva o cautelar(6), cuyos porcentajes se mantienen altos, excediendo el 40% del total Ecuador (40%), Perú (48%), Argentina (48%),

Los recursos pragmáticos procesalmente pergeñados –como la supresión del plenario por vía de la plea bargaining o juicio abreviado– si bien implicaron algunas variantes en el curso de los años, en definitiva, no redundaron en una disminución significativa de estos porcentajes, pese a implicar el paso de presos sin condena a condenados sin juicio.

Todo sigue señalando que el alto porcentaje de presos preventivos es indicativo de una alta tasa de población penal flotante, imputada por delitos de menor gravedad.

Cabe observar que la creciente prisionización no guarda relación con el crecimiento poblacional general, ni tampoco con la mayor frecuencia de delitos graves, porque en la población penal de nuestra región predominan netamente los presos por delitos contra la propiedad –muchos sin violencia– y por comercio minorista de tóxicos prohibidos (distribuidores entre nuestras clases medias).

La composición de la población carcelaria en la región demuestra que domina la prisionización por hechos que corresponden a la llamada delincuencia de subsistencia, lo que se confirma verificando que el porcentaje de presos por homicidios, delitos contra la integridad física y sexuales, por regla no suele superar el 20% del total.

2.2. Selectividad discriminatoria. La composición de la población penal es sustancialmente masculina y joven, lo que no quiere decir que no constituya un problema serio la prisionización de mujeres –en especial imputadas por distribución minorista de tóxicos o como mulas o transportadoras–, con la gravísima y frecuente alternativa entre separar a madres de sus niños pequeños o mantenerlos junto a ellas en la prisión(8), dramática opción entre trascendencia de la pena o aumento del sufrimiento por razones de género.

De toda forma, es bastante obvio que el patriarcado tiene –al menos– algún efecto paradojal, pues determina que la población penal sea muy mayoritariamente masculina(9), lo que pone de manifiesto nuevamente que –en nuestra región al menos– a la mujer se la sigue controlando socialmente mediante el dominio propio de la cultura patriarcal(10). Si el hombre es beneficiario de esa hegemonía social discriminatoria, en lo carcelario la paga con su extrema discriminación prisionizante.

En algunos países donde se mantiene una seria discriminación étnica –sea como cicatriz histórica del sistema eslavócrata o de la colonización genocida originaria– se registran también altos porcentajes de presos (indios o negros y mulatos, según la composición poblacional), que sobrepasan en mucho el de su tasa en la población general (sobre-representación).

De cualquier modo, en todos nuestros países la población penal se compone en su casi totalidad por personas de los estratos más pobres de cada sociedad, es decir, seleccionada conforme a estereotipos clasistas, lo que en algunos se combinan con los elementos racistas señalados antes, o sea que se trata de hombres jóvenes, pobres y en algunos países preferentemente negros, mulatos e indios.

La composición de la población penal muestra que la selección criminalizante se lleva a cabo conforme a estereotipos configurados mediáticamente en el imaginario social con estas características, a las que suele agregarse la de morador de barrios precarios (los slums de nuestras ciudades: villas miserias, favelas, pueblos jóvenes).

2.3. El estado de las prisiones. Un John Howard moderno verificaría que, si bien no todas las prisiones de nuestra región se encuentran en similares condiciones de deterioro, lo cierto es que arrecia el número de establecimientos en los que la superpoblación excede los márgenes tolerables conforme a los estándares internacionales, en especial los de las Naciones Unidas (que señala una densidad máxima admisible de 120%) y sus reglas mínimas para el tratamiento de las personas privadas de libertad (reglas Mandela)(11).

En Ecuador, Costa Rica, Brasil, Colombia, Paraguay, Honduras, Dominicana, Nicaragua, El Salvador, Perú, Venezuela, Guatemala y Bolivia, se superan estas cifras, llegando hasta una densidad de 342% en Guatemala y 354% en Bolivia. Diez de los dieciocho países del Caribe también superan el límite tolerable y Haití alcanza una densidad de 365%(12).

Por lo general, cuando se producen estos excesos, al mismo tiempo se registra una enorme desproporción entre el personal penitenciario y el número de presos. El porcentaje óptimo de funcionarios de seguridad por preso parece estar entre 1 y 3 funcionarios por preso, que son los números europeos(13). Cabe observar que –en razón de turnos y parte dedicada a la administración– en el servicio de seguridad exclusivamente la tasa ideal está entre 5 y 15 presos por funcionario.

Desde Uruguay, que registra 4 presos (en realidad de servicio 20) por funcionario, hasta Ecuador, con 24 presos (en realidad 120) presos por funcionario(14), ninguno de los países de la región se encuentra con las cifras óptimas y muchos se alejan insólitamente de ellas.

En estas condiciones el Estado pierde el control del orden interno de las prisiones, que pasa a manos de los propios presos que, por regla son miembros de bandas o grupos estructurados de delincuencia, es decir, de la llamada delincuencia organizada.

El control interno por parte de los presos que integran estas organizaciones se torna violento, sometiendo a los que no forman parte de la banda dominante a humillaciones y servidumbres, incluso sexuales. Todo ello sin perjuicio de las eventuales disputas por la hegemonía entre bandas, con alto saldo de víctimas fatales y escenas de inusitada crueldad (ejecuciones, mutilaciones, decapitaciones, etc.), que se normalizan en la creación de realidad mediática como supuestas manifestaciones de la violencia natural de la delincuencia

Las prisiones, en estas condiciones, pasan a ser instituciones en que no sólo se violan reglas que hacen a la alimentación, cubaje de aire, atención de la salud, sino que degradan al máximo la autoestima de los presos, los somete a servidumbre, ponen en peligro su vida en razón de la violencia interna, siendo impotentes para pedir ayuda o protección al personal de seguridad que, cuando existe, lo es en número por completo insuficiente para cumplir esa función elemental.

Si bien en todo el mundo, por efecto del inevitable deterioro de la institución total(15), en las prisiones se producen más homicidios y suicidios que en la vida libre, esa relación alcanza límites muy altos en nuestra región, donde se ha calculado que por cada homicidio en la sociedad libre, se producen 25 en las prisiones, y por cada suicidio en la sociedad libre, 8 en las prisiones(16).

2.4. El efecto reproductor de violencia. Lejos de cumplir cualquier objetivo que en algún momento permita al preso su reintegro a la vida libre en condiciones al menos no más negativas que las que determinaron su ingreso, la inmersión de una población masculina joven en prisiones degradadas la obliga incorporarse a una banda u organización interna, por elemental necesidad de supervivencia en esa sociedad artificial y violenta.

Esos jóvenes –en gran número poco más que adolescentes– están forzados a adoptar las pautas de conducta de las bandas en razón de una necesaria actitud defensiva de sus vidas que, prolongada en el tiempo, acaba por condicionarles la incorporación de los valores violentos del orden interno y la llamada internalización del estereotipo o asunción de la subjetividad delincuencial, cuando se pasa del yo robé al yo soy ladrón.

Esto confirma las ya antiguas observaciones de la criminología norteamericana, que hace más de cincuenta años advertía que una errada intervención punitiva con motivo de una desviación de conducta (primaria), daba lugar a una desviación (secundaria) más grave, condicionante de carreras delincuenciales(17). Dicho en términos más claros: en las prisiones deterioradas por superpoblación se internan ladrones y se externan potenciales homicidas, a los que, además, se los libera con el estigma de ex-preso, o sea, que el propio Estado se empeña en proveerles de un certificado de incapacidad laboral y de capitis diminutio social en general.

2.5. La muerte violenta en la sociedad. Este condicionamiento deteriorante de los presos, inductor de conductas violentas e incapacitante para la vida libre, no puede menos que incidir sobre las altísimas tasas de homicidios que registran algunos de los países de la región que, conforme a los estándares de evaluación de la ONU, se hallarían en situación crítica en cuanto a muertes violentas. Tengamos en cuenta además que, en esos países, cerca del 50% de los homicidios suelen quedar impunes, sea por falta de diligencia para su esclarecimiento o por tratarse de ejecuciones sin proceso.

Las tasas de homicidio se establecen por su número cada 100.000 habitantes.

De los 221 países de la ONU, en 2015 de observan 42 que registran menos de un homicidio anual por cada 100.000 habitantes; hay 30 países que registran entre 1 y 2 homicidios anuales; en el resto de los países de observa que estas tasas van subiendo, hasta que en el extremo máximo aparecen los que se encuentran en situación crítica, con tasas que superan los 15 homicidios por 100.000 habitantes, llegando en algunos casos hasta una tasa de 100. Son 26 los países a los que corresponden estos últimos registros críticos, entre los cuales 21 corresponden a Latinoamérica y el Caribe; los cinco restantes son africanos. México, Colombia, Brasil, Guatemala, Belice, Jamaica, Venezuela, Honduras, El Salvador, superan con creces la tasa de 15 por 100.000 anuales, y este último país registraba en 2015 nada menos que 108(18), en tanto que Brasil hoy alcanza algo más de 37.

La Organización Mundial de la Salud indica que es alarmante un padecimiento que supere 10 muertes anuales por cada 100.000 habitantes. Teniendo en cuenta que la mayoría de las víctimas de homicidio en los países con tasas más altas son jóvenes, resulta que la muerte violenta es la principal causa de muerte de esa faja etaria en varios países de nuestra región.

En Brasil, tomando en cuenta esa faja etaria y, dentro de ella, abarcando sólo a los jóvenes negros y mulatos, la tasa de muerte violenta alcanza a 100 por 100.000 anuales, lo que implica una verdadera cifra bélica. Estos datos revelan una selección discriminatoria clasista, etaria y racista en la victimización por homicidio, que guarda un casi exacto paralelo con la discriminación que rige la selección prisionizante.

2.6. La prisión como tortura. La privación de libertad bajo constante amenaza para la vida y la salud, la subalimentación, el riesgo de enfermedades infecciosas, el sometimiento a grupos violentos de presos –muchas veces humillante y servil–, en dormitorios con hasta tres niveles de camas, provistos de colchones no ignífugos de polietileno (cuya combustión produce asfixia letal por obstaculización de vías respiratorias), escaso o nulo personal de vigilancia, sin un mínimo de privacidad, maltrato a los visitantes, requisas violentas y vejatorias, insuficiente o inexistente personal médico y de enfermería, carencia de medicamentos, se ha considerado por los tribunales internacionales configurador de una forma o modalidad de tortura, dado que el art. 2º de la Convención Interamericana contra la tortura no limita la finalidad de ésta a la obtención de información de interés policial o de investigación, sino que los fines que menciona son meramente ejemplificativos, dado que agrega o con cualquier otro fin.

Quede claro que no nos estamos refiriendo a las habituales carencias de las prisiones de la región, ni tampoco a la sobrepoblación dentro de límites tolerables ni a los defectos corrientes por todos conocidos, sino a una deformación total de esta pena, de tal entidad que deja de ser de mera privación de libertad, para pasar a ser una pena corporal con posibles secuelas irreversibles o incluso una pena de muerte por azar. Mucho menos estamos haciendo referencia aquí los usuales efectos deteriorantes de la prisionización, conocidos desde la crítica sociológica del siglo pasado a las instituciones totales.

Sea como fuere –y más allá de la injustificada resistencia que puede generar la calificación de tortura– no cabe duda que, en las mencionadas condiciones, las penas de prisión (y con más razón aún las prisiones preventivas o provisionales) son penas ilícitas calificadas como penas crueles, inhumanas y degradantes, prohibidas por el art. 2,1 de la Convención Americana de Derechos Humanos y por todas las constituciones de nuestras repúblicas.



(1) Instituto Interamericano de Derechos Humanos, Muertes anunciadas, Editorial Temis, Bogotá, 1992. Reedición: Ediciones Universidad Nacional de Avellaneda, Avellaneda, Argentina, 2016.
(2) Como ejemplo de casos pueden verse las dificultades para el esclarecimiento de dos muertes policiales en la represión a pueblos originarios en el sur argentino. 
(3) Se publicó en 1992 en Derecho Penal y Criminología (Bogotá), pero fue reproducido en la Revista Boliviana de Ciencias Penales (La Paz, 1994), en Nuevo Foro Penal (Medellín, 1994), Semanaria Jurídico (Córdoba, 1995) y Lecciones y Ensayos (Buenos Aires, 1996). 
(4) Zaffaroni, E. R., Cruel penalties and doublé punishment, en “Festkrift till Jacob W. F. Sundberg, Juristforlaget, Estocolmo, 1993, pp. 469 y ss. 
(5) Sobre este concepto, Cuneo Nash, Silvio, El encarcelamiento masivo, Didot, Bs. As., 2017. 
(6) http://www.oas.org/es/cidh/ppl/informes/pdfs/informe-pp-2013-es.pdf
Guatemala (53%), Panamá (54%), Honduras (59%), Dominicana (60%), Uruguay (61%), Venezuela (67%), Bolivia (70%), Paraguay (76%)(7). 
(7) Cfr. Elías Carranza, Sobrepoblación carcelaria en América Latina y el Caribe, ¿Qué hacer? ¿Qué no hay que hacer? El caso de México, trabajo inédito en curso de publicación, Revista de Derecho Penal y Criminología, La Ley, Bs. As., 2020. 
(8) La Casación argentina acaba de recomendar la prisión domiciliaria de mujeres con hijos pequeños. 
(9) La población femenina oscila entre un 3 o 4% del total en Dominicana, Uruguay y Argentina, hasta el 8% en Ecuador, Bolivia y Chile (Cfr. Elías Carranza, cit.). 
(10) Las explicaciones insólitas de la vieja criminología etiológica, como la lombrosiana, que consideraba a la prostitución un “equivalente” de la criminalidad, es obvio que están por completo superadas.
(11) Las reglas mínimas originarias datan de 1955, pero han sido reformuladas y adoptadas por la Asamblea General de la ONU el 17 de diciembre de 2015, conocidas ahora como reglas Mandela. 
(12) Cfr. Elías Carranza, op. cit. 
(13) Cfr. Elías Carranza, idem. 
(14) Ibidem.
(15) Erving Goffman, Internados, Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales, Amorrortu, Bs. As., 1994. 
(16) Elías Carranza, op. cit. 
(17) Edwin Lemert, Desviación primaria y secundaria, en Rosa del Olmo (ed.), “Estigmatización y conducta desviada”, Instituto de Criminología de la Universidad de Zulia, Maracaibo, 1978. 
(18) Cfr. Elías Carranza, op. Cit. 

 
 
 

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