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PENAS ILÍCITAS. Un desafío a la dogmática penal. EUGENIO RAÚL ZAFFARONI

EL DESAFÍO SIN RESPUESTA.

1. LAS PENAS ILÍCITAS SON PENAS

Al igual que hace tres décadas, advertimos ahora que las penas pueden ser lícitas o ilícitas, siendo estas últimas las penas crueles, inhumanas y degradantes, consideradas tales por el derecho constitucional de todos los países latinoamericanos y también por todos los tratados de derecho internacional de derechos humanos.

No tiene sentido eludir la realidad con finas especulaciones racionalizadoras, pretendiendo concluir que la tortura infligida por un funcionario estatal a una persona que está sometida o somete a su poder con motivo o pretexto de un delito, no sea una pena. La tortura y en general las penas crueles se ejecutan por funcionarios del Estado sobre personas imputadas o condenadas por delitos, de modo que es una forma clarísima de respuesta estatal a un delito cometido o imputado, o sea, que queda claro que estas penas ilícitas también son penas.

El Estado no puede ampararse en que no se trata de su responsabilidad, sino sólo de la propia e individual de sus funcionarios, puesto que resultaría una persona jurídica dotada de un muy singular e inadmisible privilegio de irresponsabilidad jurídica absoluta: sólo se haría cargo de las conductas lícitas de sus agentes, pero se desentendería de las ilícitas y delictivas, ignorando que en todos los casos debería –como mínimo– responder por su culpa in eligendo o in vigilando.

Además, si faltase alguna razón para reafirmar la verdad de Perogrullo de que las penas ilícitas son penas, basta pensar que en estos casos los Estados cometen también un injusto internacional y la jurisdicción supranacional los condena a reparar el mal inferido a la víctima. A este respecto cabe destacar que la carencia de una adecuada solución conforme al derecho en el plano interno, da lugar a una sanción internacional al Estado y, por ende, toda conducta, de funcionarios de cualquier rama del gobierno (ejecutivo, legislativo o judicial) que impida alcanzar esa solución en el orden interno, es una forma de participación en un ilícito internacional.

Frente a los delitos o ilícitos cometidos por funcionarios sostuvimos –y seguimos afirmando– que el sufrimiento que la víctima padeció como pena, necesariamente le debe ser descontado o compensado con una reducción –o incluso cancelación, según la gravedad del daño sufrido– de la pena lícita que se le imponga o que deba cumplir o le reste por cumplir, según el caso.

En este último sentido debemos aclarar que es obvio que la prisión preventiva es una pena. Sería absurdo que la prohibición de penas crueles, inhumanas o degradantes o de torturas, se limitase a las penas a condenados y excluyese la prisión de procesados beneficiarios del principio de inocencia.

Los argumentos de algunos procesalistas que sostienen su analogía con las medidas cautelares del proceso civil, son inconsistentes: en el proceso civil es posible exigir contracautelas, lo que en la prisión preventiva es inimaginable; la medida cautelar civil sólo puede producir un indebido daño patrimonial que eventualmente es susceptible de reparación en la misma especia. Es claro que es imposible reponer en la misma especie la libertad y la existencia de las que priva una prisionización.

Los datos porcentuales de presos sin condena que hemos consignado antes, indican claramente que se mantiene la inversión del proceso penal en la región, o sea que, para más de la mitad del total de los presos latinoamericanos, primero se les ejecuta la pena (o comienza a ejecutársela) y luego se los condena: en los hechos, la verdadera sentencia condenatoria es el auto que dispone la pretendida medida cautelar, en tanto que la sentencia definitiva deviene una suerte de revisión extraordinaria.

2. LAS OBJECIONES FORMALES

Nuestra propuesta de hace tres décadas no tuvo gran repercusión en la región, pese a la alta frecuencia de penas ilícitas ejecutadas por funcionarios estatales. En aquel momento no profundizamos suficientemente en la cuestión como problema de dogmática jurídico penal y nos limitamos a responder posibles objeciones, aunque no todas eran producto de nuestra imaginación de laboratorio.

Así, pensamos que nuestra tesis podía rechazarse argumentando en base a la intangibilidad de la cosa juzgada en caso de condenados. Frente a esa objeción nos parecía obvio que, tratándose de hechos posteriores o sobrevinientes, necesariamente debían dar lugar a una revisión de la pena impuesta, además de advertir que una garantía en favor del condenado nunca debe utilizarse en su contra.

Contrarreplicar que también la cosa juzgada operaría como una garantía para la sociedad o el Estado, implicaría una inversión del objetivo constitucional de la exigencia de legalidad, que pasaría a entenderse como garantía de la voluntad punitiva del Estado, al igual que en el derecho penal fascista, en especial cuando se identifica al Estado con la sociedad.

Menos aún admitíamos que la falta de previsión legal del caso impidiese a los jueces adoptar la solución compensatoria, cuando ésta no depende de la letra de la ley infraconstitucional, sino de la ley constitucional e internacional.

De máxima incapacidad justificante sería la objeción simplista de que resulta difícil compensar, por falta de criterios más o menos firmes, puesto que esta dificultad no es ni remotamente de imposible superación y, además, no faltan apelaciones a la compensación en la misma ley positiva, cuando imponen a los jueces la valoración de la intensidad de los daños, como son los supuestos de las injurias recíprocas, por no hablar de la ponderación que impone al juez el estado de necesidad justificante.

La propia gravedad o contenido ilícito de los hechos (lesiones al honor, humillaciones, privaciones ilegales de libertad, incumplimiento de los deberes funcionales, etc.), traducida en la cuantía de la escala penal correspondiente, dan una pauta a tener en cuenta respecto de cuánto deba restarse de las penas a imponer o en ejecución.

3. LA RESPUESTA PUNITIVA LIMITADA A FUNCIONARIOS

A partir de cualquier teoría legitimante de la pena, podría sostenerse que el Estado resuelve el conflicto limitándose a penar a los funcionarios responsables de la ejecución de penas ilícitas, cuando éstas configuren conductas típicas.

Sin recorrer todo el elenco de teorías legitimantes del poder punitivo, creemos que es suficiente con referirnos a la más idealista de éstas, que sería la más idónea para rechazar la tesis compensatoria.

Por ende, adoptando –únicamente ad effectum alegandi– la legitimación más o menos hegeliana de las penas, se podría llegar a sostener que con la punición del autor del delito se reafirma el derecho y se cancela su negación, con lo cual la cuestión quedaría supuestamente zanjada.

Esta tesis podría ensayarse hoy por quienes postulan apodícticamente que la pena es la reafirmación de la vigencia del derecho19. Desde esta posición, se podría argumentar que penando al torturador se reafirmaría la vigencia del derecho y con eso se resolvería el problema.

Pero incluso dentro de esta tesis legitimante no podría ignorarse que el delito de tortura fue también una pena realmente ejecutada que, debido a su ilicitud, no sólo no reafirmó la vigencia del derecho, sino todo lo contrario, precisamente por ser un delito. Si la pena debe seguir al delito, en estos casos, la pena que sigue al delito es otro delito. La tortura sería una pena que no sólo no reafirma la vigencia del derecho, sino que, por constituir un delito, agrava o duplica la lesión, provoca una defraudación de expectativas sociales y de rol similar a la de un médico que en lugar de suturar una herida la profundice provocando más dolor. De allí podría deducirse, incluso en el marco del idealismo normativista, que en el caso de las penas ilícitas, para cancelar la doble negación de la vigencia del derecho y reafirmarla, es menester hacer algo más que limitarse a penar al funcionario infractor.

4. EL SILENCIO DOCTRINARIO ANTE LOS JUECES COMO AUTORES MEDIATOS DE TORTURAS

La más profunda y radical diferencia con lo que planteamos hace tres décadas y lo que nos ocupa como fenómeno que se fue generalizando en el tiempo transcurrido es que, en aquel momento nos referíamos a penas ilícitas impuestas y ejecutadas por agentes del Estado que, ordinariamente eran personal policial y penitenciario, pero ahora se trata nada menos que de penas ilícitas ordenadas por los jueces, pues cada vez que un juez envía a una persona a una prisión degradada está imponiendo una pena ilícita, conoce el estado de la prisión y, por ende, actuaría también con dolo.

Si la doctrina es poco sensible frente a las penas ilícitas ejecutadas por funcionarios administrativos, el silencio ante los jueces que operan como autores mediatos de tortura resulta mucho más dramático para el prestigio y la credibilidad de la ciencia jurídico penal.

Los funcionarios encargados de ejecutar las penas habilitadas por jueces y que deban cumplirse en las cárceles deterioradas serían los autores directos, quizá amparados en la necesidad justificante o exculpante, incluso por un invencible error de prohibición, pero a los jueces no los podría beneficiar ninguna de esas eximentes.

Ni siquiera se podría argumentar en favor de los jueces que no son culpables, debido a su formación positivista jurídica, como se pretendió con los jueces nazis. En este caso no puede tener eficacia ese argumento, porque los jueces nazis obedecían las leyes de su tiempo, donde no había normas constitucionales ni internacionales válidas. Pero los positivistas de hoy no pueden ignorar las normas de máxima jerarquía, perfectamente válidas y que prohíben esa clase de penas. A los jueces nazis se los pretendió exculpar por no tener una formación jusnaturalista, pero en el caso de las prisiones crueles de nuestra región, para nada juega cualquier consideración supralegal, pues para comprender que se trata de torturas o de tratos crueles, inhumanos o degradantes, basta con leer las constituciones, es decir, con ser un sano y correcto positivista jurídico.

El drama de nuestros jueces latinoamericanos frente a las penas ilícitas de prisión es mucho más grave, porque parece que se los coloca en una contradicción sin salida: parecen ser autores mediatos de torturas y hasta de homicidios, incluso valiéndose de autores directos amparados por eximentes; además, devendrían cómplices de ilícitos internacionales que hacen responsable al Estado y ni siquiera podrían ampararse con el argumento con que se pretendió beneficiar a los jueces nazis.

5. LAS PREGUNTAS SIN RESPUESTA: LOS JUECES EN LA CONTRADICCIÓN Y NADIE ES RESPONSABLE DE LAS MUERTES Y TORTURAS

5.1. LAS PREGUNTAS SE DIRIGEN A LA DOCTRINA PENAL.

Sea que las penas ilícitas se califiquen como tortura o simplemente como penas crueles, inhumanas o degradantes, las preguntas que inmediatamente vienen a la mente son las siguientes: ¿Puede admitirse que los jueces ordenen torturas o penas crueles, inhumanas o degradantes? ¿Puede el derecho ordenarles asumir el papel de autores mediatos de torturas? ¿Obedecen los jueces la Constitución que juraron o se comprometieron a respetar y que prohíbe esas penas? ¿Serían responsables por las muertes y lesiones que se produzcan en esas prisiones? ¿Acaso esos resultados no son previsibles?

Estas no son preguntas dirigidas a los políticos, es decir, a los poderes ejecutivos y legislativos de cada Estado en reclamo de una política –llámese criminal o, simplemente, política– sino al propio derecho penal, a la propia dogmática jurídico penal, que debe una respuesta.

El saber o ciencia jurídico penal, no es un art pour l’art, sino que se trata de un conjunto de conocimientos con un claro objetivo práctico: aspira a convertirse en jurisprudencia. Se teoriza el derecho penal con destino a los operadores del poder jurídico (jueces, ministerios públicos, defensores, trabajadores judiciales), en vistas a convertirse en sentencias, es decir, en actos de gobierno de la polis, como es toda sentencia, sencillamente porque emerge de una rama del gobierno del Estado republicano.

Así las cosas, cabe preguntar cómo es posible que la ciencia jurídico penal latinoamericana pase por alto que proyecta la tarea de los jueces en forma que, en la práctica, éstos se conviertan en autores mediatos de delitos de tortura y hasta de homicidios.

Los penalistas podríamos no responder o evadir la respuesta con racionalizaciones, en cuyo caso también estaríamos respondiendo, porque dejaríamos las cosas como están y los jueces seguirían imponiendo penas ilícitas. Se trata de un claro caso en que la no respuesta es una respuesta.

Si la doctrina debe alimentar la jurisprudencia, si en definitiva es en nuestra tradición la encargada de proveer a los jueces de los instrumentos conceptuales con que resolver sus casos, las preguntas terriblemente embarazosas antes expuestas y los cuestionamientos, aparentemente dirigidos a los jueces, no deben dirigirse a éstos –o, al menos, no a ellos en primer término– ni menos aún cargarles la responsabilidad de la falta de una respuesta adecuada al derecho, sino a los doctrinarios que asumen la función de proyectistas de su jurisprudencia. La ciencia jurídico penal de la región no puede eludir la respuesta, esas preguntas deben ser respondidas por el derecho penal, como verdadero y auténtico problema de dogmática jurídico penal, pues de lo contrario deja a los jueces sin los instrumentos conceptuales para ensayar una jurisprudencia adecuada al Estado republicano de derecho.

5.2. LA RESPUESTA DEL DERECHO PENAL TAMBIÉN LA EXIGE LA JURISPRUDENCIA SUPREMA.

Una respuesta por parte del derecho penal –de la ciencia jurídico penal– la urge la propia jurisprudencia constitucional e internacional, incluso fuera de nuestra región. Sin pretensión de agotar sus debidos reclamos –jurídicos, por cierto, pero fuera del derecho penal– cabe recordar que la Suprema Corte de los Estados Unidos ordenó al gobierno de California reducir en determinado plazo el número de presos20 y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hizo lo mismo con Italia21; en nuestra región se registran decisiones de máximos tribunales en parecido sentido en Argentina22 y en Colombia23. Hoy la Argentina enfrenta un problema similar en el sistema carcelario de la Provincia de Buenos Aires y el máximo tribunal provincial ha impartido algunas directivas que, a su modo, también implican una demanda de respuesta a la doctrina penal.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos también ordenó medidas provisionales contra Brasil acerca de dos prisiones (Recife y Rio de Janeiro)24, disponiendo que se compute a todo efecto doble el tiempo de detención en esas prisiones, excepción hecha de delitos contra la vida y la integridad física y sexual, en que también debería procederse de igual modo, pero después de una peritación criminológica.

Pero en todos estos casos se trata de decisiones de las máximas instancias jurisdiccionales nacionales e internacionales dirigidas a resolver o paliar la superpoblación, que se dirigen a los Estados para que adopten medidas generales de reducción de población penal por la vía de alguna o de todas las ramas de sus gobiernos; cuál de ellas lo haga y cómo es una cuestión interna de cada Estado, en la que el derecho internacional no se entromete.

Pero lo cierto es que ninguna de ellas se funda en consideraciones de estricta dogmática jurídico penal, sino –como corresponde a la naturaleza de las decisiones– que se adoptan conforme al saber jurídico propio del derecho constitucional y del internacional, sin que hasta el momento se haya ensayado una respuesta desde la doctrina jurídico penal.

Aunque en algún caso, como el de la medida provisional de la Corte Interamericana, incumbe también a los jueces su acatamiento, lo cierto es que, incluso en ese supuesto, los jueces decidirían conforme a lo ordenado por la jurisdicción internacional para no hacer incurrir al Estado de un injusto internacional, pero no lo harían en función de consideraciones proporcionadas por la doctrina o ciencia jurídico penal.

5.3. LOS LIBROS Y EL JUEZ PREOCUPADO.

Aquí es donde se plantea el problema crucial para el saber o ciencia jurídico penal, pues cuando un juez, consciente y preocupado por enviar personas a una prisión donde sufrirá torturas o tratos crueles, inhumanos y degradantes, abra los libros de los doctrinarios del derecho penal, no encontrará una solo línea que le resuelva su contradicción jurídica y de conciencia.

Hallará en esos libros variadas teorías del delito, finísimamente elaboradas y discutidas, pero muy pocas páginas sobre la pena, porque en el curso del último siglo la doctrina ha hipertrofiado la teoría del delito, frente a una teoría de la pena crecientemente raquítica y con frecuencia contradictoria.

Respecto de la pena, el juez hallará en los libros de derecho penal la consabida reiteración de la vieja clasificación de las llamadas teorías de la pena de Anton Bauer25 –copiada sin cita la mayoría de las veces–, en que se postulan objetivos absolutos válidos para Estados éticos (como el imaginado por Kant) o racionales (como el ideado por Hegel), que nada tienen que ver con el Estado real en el cual ejerce su jurisdicción, cuya abismal selectividad punitiva poco tiene de ético y de racional.

Abrirá otros libros, donde se sostenga que las penas deben disuadir a los que no delinquieron, para que no lo hagan, en cuyo caso, como nunca se sabe hasta dónde deben asustar a los ciudadanos, todos supuestamente sospechados de estar prontos para cometer delitos (presupone un pueblo de potenciales criminales), puede llegar a postular que todos los delitos sean penados con las penas máximas.

En otros libros, el juez leerá que las penas deben reforzar el prestigio del Estado como proveedor de seguridad jurídica, lo que resultará bastante paradojal, porque es impensable que una pena cruel, inhumana y degradante pueda reforzar la imagen positiva del Estado, salvo que se tomen en cuenta los reclamos del punitivismo populachero de los medios de comunicación hegemónicos de la región.

Abrirá más libros y verá que algunos afirman que las penas deben cumplir supuestos cometidos de re-socialización, re-personalización, re-inserción, hasta re-moralización, etc., cuando ante sus ojos es evidente que no sólo no los cumplen, sino que producen exactamente el efecto contrario, como es el de condicionar futuras carreras criminales. Tampoco faltarán otros libros donde se dirá que la función de la pena debe ser la inocuización del delincuente, para que nunca vuelva a cometer un delito, en cuyo caso todo indicaría que lo mejor es matarlos a todos.

Pero en la gran mayoría de los libros, el juez preocupado y consciente hallará la extraña afirmación de que las penas que debe habilitar en sus sentencias deben servir para cumplir todas estas anteriores funciones ensambladas y confundidas en nebulosidades teóricas de difícil o imposible comprensión, en las que se mezcla el deber ser con el ser, cuando no directamente se ignora este último.

El juez preocupado dejará de lado todos estos libros, porque caerá en la cuenta de que ignoran la realidad del poder punitivo y, por ende, revisará las opiniones de quienes optan por incorporar los datos sociológicos de la tortura carcelaria a sus investigaciones y, por ende, reconocen y denuncian abiertamente el problema. Pero allí se encontrará con quienes se limitan a la descripción de lo que ya conoce, como también con algunos que avanzan soluciones que postulan directamente la abolición del poder punitivo o su radical reducción.

Ante semejantes respuestas, el juez quedará más desconcertado, porque se dará cuenta de que éstas no están dirigidas a él, sino a políticos o reformadores sociales, a los que les proponen proyectos de futuras sociedades y culturas bien diferentes de las actuales y, por ende, modelos de Estados tan inventados o imaginarios como el kantiano o el hegeliano, sólo que esta vez sin penas o con muy pocas penas.

El juez preocupado, después de consultar los libros, tanto de quienes legitiman las penas como de los que las deslegitiman, deberá cerrarlos resignadamente, porque no hallará nada que le ayude a resolver la contradicción jurídica y ética que le plantea habilitar con sus decisiones penas crueles, inhumanas o degradantes –y tal vez torturas o muerte–, es decir, penas ilícitas y prohibidas por la propia constitución de su país.

Conforme hemos visto, en el caso, un derecho penal que no responde, en verdad, le está respondiendo a los jueces que continúen haciendo lo que hacen, es decir, que continúen habilitando privaciones de libertad ilícitas, incluso torturas y hasta penas de muerte por azar.

En verdad, de todos esos libros surge la siguiente directiva hacia el juez: siga sentenciando como lo hace, no se preocupe si las penas que impone son en realidad torturas, ese no es su problema y tampoco el nuestro como doctrinarios y penalistas. No nos moleste ni importune con esas preguntas. No se entrometa en lo que no le incumbe, ese es problema de los políticos, ni suyo ni nuestro.

5.4. LA COMPARTIMENTALIZACIÓN DEL SISTEMA PENAL.

Realmente, una dogmática jurídico penal que no sea capaz de ofrecer una respuesta al juez consciente y preocupado de nuestra región, no sólo está fallando en aportar racionalidad republicana al derecho, sino que incurre en un mal mayor: compartimentaliza al sistema penal de un modo tan extremadamente radical que invita a los operadores de las agencias del poder jurídico (jueces, fiscales, defensores, personal judicial) a desentenderse por entero de lo que hacen las otras agencias del propio sistema; desarticula y descoyunta en tal forma el sistema penal, que induce a los jueces a omitir toda consideración acerca del resultado real de sus actos de gobierno de la polis, cuando esta naturaleza es esencialmente inherente a su función en un sistema republicano que, por definición, impone la racionalidad en todo acto de gobierno.

Al segmentar de esta manera al sistema penal, cada agencia de éste (policía, jueces, penitenciarios, legisladores, políticos, medios de comunicación, académicos) concluirán que en su respectivo ámbito hace lo debido y, por ende, nadie será responsable del resultado del conjunto, es decir, de las torturas, muertes y penas crueles, inhumanas y degradantes.

Extremando este planteo hasta el límite del absurdo e incluso de lo terrorífico, cabe recordar que también Eichmann alegaba que se limitaba a cumplir con su labor de programador de trenes y nada más. La ciencia jurídico penal que legitimase el argumento del programador de trenes, no sólo caería en el descrédito, sino que perdería toda legitimidad, como saber limitado a la programación del reparto de penas crueles, inhumanas y degradantes, semejante a un autómata o a un aparato mecánico de producción de órdenes de penas ilícitas y de torturas. Estaríamos ante una nueva banalización del mal.

Esta inadmisible conclusión pone de manifiesto que es obvio que se requiere una respuesta desde la propia dogmática jurídica, que incluso se la están reclamando las decisiones antes señaladas de tribunales supremos y de la jurisdicción internacional, es decir, que se las reclama el propio saber jurídico desde sus ramas constitucional e internacional.

Basta leer disposiciones como la de la Constitución argentina para llamar a la realidad al saber o ciencia jurídico penal, como saber proveedor de respuestas a los jueces: Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de los que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice (art. 18 in fine).

5.5. ¿UNA RESPUESTA JURÍDICA IDEALISTA?

El mínimo realismo jurídico –inevitable para proponer algo racional– tampoco puede admitir una respuesta reducida a pura lógica jurídica, que pretenda simplemente que el juez libere a los presos para evitar que sigan sufriendo estas torturas, aunque desde la lógica pura el planteo sea irrefutable: si las penas son ilícitas deben cesar de inmediato 26.

Ante semejante propuesta, el juez imaginará que con el punitivismo populachero reinante en todos nuestros países tardo colonizados, rápidamente sería linchado por los medios hegemónicos y destituido, pero aun aceptando heroicamente ese destino, lo cierto es que, en el plano de la realidad, al menos su intuición le indicará que esa propuesta no se ajusta al objetivo político que a su función –y a la de todos los agentes del Estado– le señala la Constitución Nacional.

Esta respuesta –en el fondo tan idealista como el silencio doctrinario– generaría alarma social, igualaría a los pequeños ladrones o fumadores de marihuana catalogados con distribuidores con los femicidas y parricidas, no tendría en cuenta el grado de deterioro ya sufrido por las víctimas, confundiría a condenados con procesados, es decir, trataría de igual modo a personas que se hallan en situaciones desiguales, todo lo cual dista de ser racional y acaba por confundir más las cosas, sin perjuicio del riesgo de desatar una reacción paradojal de mayor represión.

El juez preocupado, incluso dispuesto a afrontar la agresión despiadada del punitivismo populachero, no podría dejar de pensar que esa respuesta no es la adecuada a los objetivos generales del derecho que –en el caso argentino– le señala la Constitución Nacional: afianzar la justicia, consolidar la paz interior, promover el bienestar general, asegurar los beneficios de la libertad (Preámbulo).


19 Michael Pawlik, Confirmación de la norma y equilibrio en la identidad. Sobre la legitimación de la pena estatal, Atelier, Barcelona, 2019.
20 Supreme Court of the United States, No. 09–1233, Edmund G. Brown Jr., Governor of California, et al., Appellants Vs. Marciano Plata et al. On Appeal from the United States District Courts for the Eastern District and the Northern District of California. 
21 Cfr. Emergenza Carceri. Radici remote e recenti soluzioni normative, Atti del Convegno Teramo, 6 marzo 2014, a cura di Rosita Del Coco, Luca Marafioti e Nicoa Pisani, Torino, 2014. 
22 https://www.cels.org.ar/common/documentos/fallo_csjn_comisarias_bonaerenses.pdf 
23 Cfr. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2013/t-388-13.htm 
24 http://www.corteidh.or.cr/docs/medidas/placido_se_03.pdf
25 Baeur, Anton, Teoría de la advertencia y una exposición y evaluación de todas las teorías del derecho penal, EDIAR, Bs. As., 2018. Traducción de Eugenio Raúl Zaffaroni.

 
 
 

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