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Penas ilícitas Un desafío a la dogmática penalEUGENIO RAÚL ZAFFARONI

IV. UNA NECESARIA RESPUESTA DOGMÁTICA

1. LA DOGMÁTICA PENAL TIENE CAPACIDAD PARA PROPORCIONAR UNA RESPUESTA DENTRO DEL POSITIVISMO JURÍDICO

En modo alguno es verdad que la dogmática jurídico penal carezca de elementos conceptuales para ofrecer una respuesta racional a la contradicción planteada. Es imposible que la paciente elaboración de la doctrina jurídico penal a lo largo de un milenio carezca hoy de los elementos capaces de brindar a los jueces un sistema que satisfaga los requerimientos más elementales de un modelo aproximado de Estado republicano y constitucional de derecho.

El método llamado usualmente dogmático exige que la ley a interpretar se descomponga en elementos o dogmas que deben disponerse en forma de sistema sin alterarlos en lo más mínimo. Es algo así como hacer del barro ladrillos, apilarlos y luego seleccionarlos y disponerlos en forma armónica en la construcción de un edificio, que en nuestro caso es el sistema o modelo jurídico. Así como el edificio no debe desafiar la ley de la gravedad, en nuestro caso, la recomposición de estos dogmas en forma de sistema debe respetar el principio de no contradicción o de completividad lógica.

En el actual momento de nuestra cultura jurídica, para elaborar una respuesta no es necesario invocar ningún principio o criterio supralegal, como sucedía en el siglo XIX europeo, en que los doctrinarios (Feuerbach, Carrara, etc.) debían superar el nivel del derecho positivo, porque carecían de constituciones y de derecho internacional de los derechos humanos.

El planteo dogmático penal actual no tiene ninguna necesidad de exceder los límites del puro positivismo jurídico, porque lo que antes se buscaba supralegalmente, hoy está incorporado a la ley positiva constitucional e internacional. Si bien esto no cancela las respetables discusiones jusfilosóficas entre jusnaturalistas y positivistas, lo cierto es que, a los efectos prácticos y en cuanto a nuestro objetivo actual, estas disputas carecen de relevancia, porque la cuestión se resuelve en el marco del derecho positivo.

Es claro que, para hallar esa solución, como también como respuesta a quienes pretendan que la que proponemos no está prevista en la ley, debemos comenzar por subrayar que los dogmas que deben emplearse en la construcción del sistema también están jerarquizados. El sistema se construye dogmáticamente como un edificio, y para eso hay ladrillos (dogmas) más grandes y fuertes que los otros y que, por ende, deben colocarse en la base.

Estos son los dogmas o elementos resultantes del análisis y descomposición de las leyes de mayor jerarquía: la ley constitucional e internacional (en el caso argentino, esta última está incorporada a la Constitución en función del inciso 22º del art. 75).

La objeción que podría alzarse contra la solución que propondremos, argumentando que se trata de decisiones supuestamente extralegales, obedecería a un errado entendimiento de cuáles son los dogmas legales que debe recomponer la dogmática jurídico penal.

Esa objeción sólo la podría argüir quien –incurriendo en un gravísimo error– se limitase a recomponer los dogmas de la ley penal de menor jerarquía y desdeñase los que provienen del análisis de las leyes de mayor jerarquía. Con este extraño y tan curioso como inexplicable criterio, nunca la dogmática jurídico penal podría hacerse cargo de la enorme contradicción que implica dejar sin solución la evidencia aberrante de que los jueces se convierten en autores mediatos de torturas.

Estos errores son –en buena medida– fruto de una tradición legislativa y doctrinaria contradictoria. Nuestras constituciones, desde los orígenes de nuestros Estados, han seguido las líneas generales del modelo norteamericano, no por servilismo, sino porque en tiempos de nuestras independencias era casi el único vigente de carácter republicano. Por ello, al menos en el plano del deber ser, siempre tuvimos Estados constitucionales de derecho, o sea que dispusimos de un tribunal que debió ejercer el control de constitucionalidad de las leyes ordinarias.

No obstante, a la hora de elaborar la doctrina correspondiente a casi todas las otras ramas del derecho, nos inspiramos (y muchas veces copiamos) la doctrina europea, sin advertir que los Estados europeos eran Estados legales de derecho, que no conocían en control de constitucionalidad, puesto que éste apareció allí esporádicamente en Austria hace apenas un siglo, desapareció y sólo se difundió por todo el continente a partir de la última posguerra.

De esta contradicción en las fuentes resulta la extraña idolatría doctrinaria a la ley de menor jerarquía, que en la dogmática jurídico penal tiende a desdeñar los dogmas básicos de las leyes de máximo nivel cuando se trata de las penas.

La solución dogmática a que llegaremos conforme al método así entendido, es decir, reconstruyendo el sistema con su base asentada en los dogmas resultantes del análisis de las leyes constitucionales, tiene un claro fundamento legal: las constituciones y el derecho internacional son las normas fundamentales y las primeras que debe tomar en cuenta la construcción jurídica. La realidad de las prisiones hace que las penas de prisión sean ilícitas e incluso configuren torturas. Estas penas están prohibidas por esas normas fundamentales: por ende, por mandato constitucional, el juez debe habilitar sólo penas lícitas o, al menos, lo menos ilícitas que sea posible en sus circunstancias concretas.

2. EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD DE LAS PENAS

Descartada la vieja peligrosidad de cuño policial y propia del reduccionismo biológico racista del siglo XIX, hoy impera casi general coincidencia en que la pena debe adecuarse a la culpabilidad por el hecho, que corresponde siempre al contenido ilícito de cada injusto.

Esta adecuación la impone el llamado principio de proporcionalidad, que no es necesario explicar apelando a cualquier teoría retributiva de la pena, sino como simple criterio de racionalidad impuesto por el principio republicano de gobierno: no es admisible que el Estado responda con penas desproporcionadas al contenido ilícito (a la jerarquía y entidad de la lesión del bien jurídico causada por el injusto) y al grado de reproche de culpabilidad conforme a las circunstancias concretas del hecho. En el extremo inferior, cuando el ilícito sea insignificante, incluso se debe prescindir de la respuesta punitiva (principio de insignificancia), en función del antiquísimo principio de minimis non curat praetor.

Por cierto, es obvio que una pena importa un contenido penoso, aunque el sujeto la esté procurando consciente o inconscientemente para resolver su subjetividad culpógena, como lo sostenía Freud. Nadie puede sentirse muy feliz de estar preso, salvo los casos muy avanzados de deterioro institucional total.

Ese contenido penoso es el propio e inherente a la privación de libertad de movimientos y traslado que implica la privación de libertad locomotiva prisional y de sus inevitables consecuencias. Esa es la base sobre la cual el legislador mide en el código penal las penas privativas de libertad en tiempo lineal, fijándolas en las respectivas escalas penales.

En el plano de la realidad de la ejecución penal, es posible que se haya normalizado un contenido penoso un tanto superior a lo estrictamente lícito, lo que por lo general sucede, pero cuando se supera este exceso normalizado y el contenido penoso alcanza el nivel de una pena cruel, inhumana y degradante o el de un delito de tortura e incluso de alto riesgo de muerte, ese plus, que es obviamente ilícito, desequilibra la relación tiempo-sufrimiento presupuesta por el legislador en el código al establecer las escalas penales.

La pena de prisión proporcional implica un determinado tiempo de sufrimiento adecuado a la culpabilidad por el hecho, pero si el sufrimiento es mucho mayor, ese tiempo de sufrimiento superior quiebra la proporcionalidad y viola el correspondiente principio republicano: se está infligiendo a la persona un sufrimiento que no fue calculado por el legislador en el código al momento de establecer el tiempo de duración de la pena de prisión.

La razón indica que: si (X sufrimiento = Z tiempo); a (X x 2 sufrimiento) debe corresponder (Z -2 tiempo). Se trata de una cuestión de pura lógica, que hace a la completividad de la construcción dogmática dirigida al juez y a los operadores del poder jurídico en general.

Al contrario de quienes creen que con esto violamos el método dogmático, afirmamos que lo aplicamos en forma correcta, tomando en cuenta que (X x 2) es un dato de la realidad igual a que el sujeto activo de un hurto se apoderó de una cosa mueble ajena. Si el dato real debe tomarse en cuenta para determinar la tipicidad de lo que no debió ser (el delito), también debe tomarse en cuenta para determinar si su consecuencia es como debe ser (la pena).

Al hacerlo se hace patente que ese tiempo de pena no corresponde al que previó el legislador que hizo el código, sino a una pena que quiebra el principio constitucional de proporcionalidad y, por ende, que nos manda recalcular el tiempo adecuándolo al grado de sufrimiento, para restablecer la vigencia y el acatamiento al principio de proporcionalidad (a la Constitución).

3. EL PROBLEMA DE LAS PENAS DE PRISIÓN EN EJECUCIÓN

Pero lamentablemente, las penas privativas de libertad ilícitas no se limitan a imponer un sufrimiento indebido a sus víctimas, sino que, atendiendo a lo que enseña la experiencia y las ciencias sociales –y tal como lo señalamos–, ejercen un efecto gravemente deteriorante sobre éstas, condicionándolas para conductas más violentas, haciéndoles internalizar los caracteres estereotípicos que decidieron su selección criminalizante y, por ende, reproduciendo violencia y determinando las llamadas carreras delincuenciales, con su secuela de reiteraciones, incluso de mucha mayor gravedad lesiva.

Esas penas ilícitas han sido ejecutadas –al menos en parte– y ese efecto reproductor no puede descartarse ni dejarse de lado a la hora de resolver el problema en la dogmática jurídica, puesto que se trata de otro dato de la lamentable realidad: el daño de la pena ilícita se ha producido en muchos casos.

Es obvio que este hecho no autoriza a ningún derecho penal a convertirse en derecho penal de autor, por lo cual esta variable debe descartarse.

No obstante, el saber o ciencia penal que incorpore los datos reales no puede dejar de tener en cuenta la información acerca del efecto deteriorante sufrido con frecuencia por las víctimas y, dado que el derecho penal de autor es un camino prohibido, debe adoptar un criterio objetivo para tomar decisiones cuando se le impone hacer cesar penas ilícitas.

Este criterio no puede ser otro que la naturaleza del delito por el cual la persona está procesada o condenada, o sea, adoptar alguna precaución en el caso de condenados por delitos contra la vida, la integridad física o sexual y mediante el uso de armas de fuego con potencialidad letal.

Pero este criterio objetivo aplicado a rajatabla, también resulta inadecuado para la paz interior y a la vez lesivo de la proporcionalidad, porque no todas las personas condenadas por estos delitos –y con mayor razón las que ni siquiera han sido condenadas y no se sabe si realmente son culpables– presentan los mismos signos de deterioro con características que hagan que la reducción del tiempo de pena, la adopción de medidas de control menos severas que la privación de libertad o su eventual liberación sean susceptibles de alterar la paz interior.

Queda claro que el camino prohibido del derecho penal de autor impide volver a la vieja peligrosidad como pronóstico de conducta que –como dijimos– es un concepto policial propio del positivismo racista, que pretende penar delitos que no sólo no se han cometido, sino que ni siquiera han sido imaginados.

Ante la evidencia de que el criterio puramente objetivo abarcaría a muchas personas no deterioradas en el antes mencionado sentido, se impone reducirlo mediante peritajes que determinen el grado de agresividad de la persona privada de libertad por alguno de los antedichos delitos, para adoptar medidas más prudentes al compensar el sufrimiento con el tiempo en caso de particular agresividad, como por ejemplo controles electrónicos, sometimiento a vigilancia con asistente de prueba o semejantes.

Nos referimos a la agresividad –y en modo alguno, reiteramos, a la peligrosidad– porque ésta es un dato verificable pericialmente, puesto que se trata de una característica real y existente, en tanto que la vieja peligrosidad era un simple juicio de probabilidad sin mayor fundamento. Ningún juez puede estar muy seguro de lo que hará en el futuro un condenado o procesado y ni siquiera tampoco el propio juez; en lugar, con una adecuada peritación psicológica puede tener una altísima certeza acerca de la agresividad presente en la personalidad de quien tiene delante.

De cualquier manera, sabemos que los presos por los delitos que señalamos, no suelen superar el 20% de la población penal, de modo que lo antes dicho no afectaría el nuevo cálculo de tiempo en aproximadamente los cuatro quintos de los casos y, dentro del 20% que podría ser afectado, lo sería sólo en los supuestos de personalidades con alto nivel de agresividad.

4. LAS PENAS DE PRISIÓN QUE NO HUBIESEN COMENZADO A EJECUTARSE

De toda forma, el nuevo cálculo de tiempo, si bien restablece la observancia del principio de proporcionalidad no resuelve la totalidad de los problemas, porque igualmente, una pena ilícita no deja de serlo del todo porque se acorten sus tiempos, dado que el período que reste de cumplimiento lo seguiría siendo en una cárcel deteriorada. Compensar el tiempo el plus de sufrimiento, no legitima ese plus que, en definitiva, la Constitución no permite, cualquiera sea el tiempo durante el que se lo haga sufrir.

Además, queda en pie la cuestión de quienes aún no hayan sufrido prisión, en cuyo caso también sería inaceptable que los jueces los encierren en prisiones deterioradas, puesto que seguirían habilitando y disponiendo penas ilícitas.

En este último supuesto, el primer paso para una solución pasaría por atenerse estrictamente a los límites fijados por la jurisprudencia internacional para las prisiones provisorias o preventivas, es decir, estrictamente limitadas a los supuestos de riesgo de rebeldía o de interferencia de la investigación y por plazos cortos, conforme a la misma jurisprudencia.

Un segundo paso consistiría en limitar las prisiones preventivas o provisionales a las personas procesadas por los delitos que señalamos como criterio objetivo, dejando de imponer detención preventiva o pena privativa de libertad para todas las demás. Incluso en ese 20% de delitos objetivamente demarcados, tampoco se impondrían prisiones preventivas si las peritaciones no pusiesen de manifiesto una alta agresividad o bien, cuando la libertad de la persona sea susceptible de generar conflictos graves o represalias.

De este modo, al no incrementar innecesariamente el ingreso de personas a las prisiones y, paralelamente, reducir proporcionalmente las penas de los ya presos, se iría provocando una paulatina reducción de la población penal, hasta lograr, por la mera acción de los jueces, que ésta alcance una aproximación tolerable en relación a la capacidad de cada establecimiento.

La solución conforme a la dogmática jurídico penal de la pena así entendida, convertida en jurisprudencia, no eliminaría la ilicitud de todas las penas instantáneamente, sino que –dinámicamente– daría lugar a una reducción de las penas ilícitas habilitadas y a una menos ilicitud de las habilitadas, hasta que la continuidad jurisprudencial llevaría a la eliminación del resto de ilicitud de las habilitadas.

Es menester precisar que la solución respecto de las penas cuya ejecución no hubiese comenzado, no debe confundirse con lo que sucede en Brasil desde hace años, en que se mantienen las prisiones sobrepobladas, pero al mismo tiempo no se cumplen las órdenes de captura, acumulándose éstas hasta alcanzar la cifra astronómica de 600.000. Cada vez que se produce una vacante en la prisión superpoblada, se selecciona a alguna de las personas sobre las que pesa orden de captura y se la lleva a la cárcel.

Esta insólita situación, al tiempo que mantiene la superpoblación carcelaria –las prisionizaciones continúan siendo ilícitas–, proporciona una nueva fuente de recaudación autónoma a la policía, encargada de seleccionar a quién escoge en caso de vacante en la prisión.

5. NO SE TRATA DE UNA EXIMENTE DE RESPONSABILIDAD DE LOS JUECES

Si bien la situación de los jueces que adopten estos criterios señalados dogmáticamente podría considerase análoga a la del estado de necesidad del médico que no cuenta con los medios técnicos adecuados ni puede obtenerlos oportunamente ante un paciente que, en caso de no atenderlo de inmediato con los precarios medios disponibles, inevitablemente habría de morir. Es deber del médico intentar salvarle la vida con los elementos que tiene a su disposición, puesto que de no hacerlo incurriría en una tipicidad de omisión de auxilio.

Por lo general hemos considerado que el médico en esa emergencia se hallaría amparado por una justificación de estado de necesidad, pero es llegado el momento de reflexionar al respecto. En el caso del médico, estaría violando un deber de cuidado, pero en su circunstancia sería de imposible observancia y la solución tradicional, por vía del estado de necesidad, se justificaría porque la conducta sería típicamente culposa.

No obstante, sería cuestión de reflexionar si esta solución –postulada por lo general hasta el presente– es correcta, porque si en realidad al dejar de asistir al paciente con los precarios medios disponibles incurre en una conducta típicamente omisiva, se trataría de un cumplimiento de deber jurídico que dejaría atípica su conducta.

Pero en el caso del juez la situación es aún más clara, porque si ignorase la situación que le impone la administración con sus acciones u omisiones permitiendo el deterioro de las prisiones, incurriría en una grave violación a su deber de obedecer ante todo los mandatos constitucionales.

En este caso ni siquiera se puede plantear la posibilidad de una causa de justificación por necesidad –ni menos aún por necesidad exculpante–, sino que, al recalcular el tiempo o reducir las órdenes de prisión preventiva, con las debidas precauciones antes mencionadas, no estaría haciendo otra cosa que cumplir directamente con su deber jurídico, conforme se lo impone la Constitución Nacional y el derecho internacional de los derechos humanos, es decir, se trata una conducta completamente atípica.

No faltará quien pueda pensar que el juez que aplica esta doctrina incurre en la conducta de prevaricato (el juez que dictare resoluciones contrarias a la ley expresa invocada por las partes o por él mismo, art. 269 del código penal argentino).

No obstante, respecto de este tipo, la conducta del juez que siga lo que una sana dogmática jurídico penal le indica, sería por completo atípica, porque sólo podrían alegar la tipicidad el ministerio público o los querellantes que interpreten la palabra ley del respectivo tipo legal, como limitada a las leyes penales ordinarias y excluyan del concepto a la ley constitucional que, lo que –como vimos– es la inadmisible fuente de todos los errores en la materia.

Esta interpretación aberrante y la consiguiente imputación de prevaricato al juez –como lo hemos señalado– estaría basada en una dogmática jurídico penal por completo ajena a la que corresponde a un Estado constitucional de derecho, como son todos los latinoamericanos. El juez actuaría atípicamente en cuanto al tipo de prevaricato, porque estaría decidiendo conforme a la ley constitucional en todos los casos y, además, interpretando la ley ordinaria (el código penal) conforme al principio de proporcionalidad en la forma que el legislador ordinario presupuso al fijar las escalas penales en tiempo.

V. CONCLUSIÓN

La sobrepoblación penal es un problema político para la administración (poder ejecutivo) y también para los legisladores, pero cuando éstos hacen caso omiso del deterioro carcelario, a los jueces no les resta otro camino que resolver habilitando únicamente penas lícitas, so pena de convertirse en autores mediatos de tortura y hasta de homicidio culposo o con dolo eventual.

El principio de proporcionalidad –implícito en la exigencia de racionalidad de toda medida de gobierno republicano– debe ser restablecido cuando las condiciones de deterioro carcelario hubiesen roto la relación que presupone el legislador ordinario entre el tiempo de privación de libertad y el sufrimiento que implica.

Cuando el grado de sufrimiento alcanza el nivel de pena cruel, inhumana o degradante o de tortura, son los jueces los que –en obediencia al mandato constitucional y a la consiguiente prohibición de esas penas ilícitas– deben restablecer la observancia del principio de proporcionalidad conforme a las reglas de su arte, las que le deben ser indicadas por la ciencia jurídico penal con su metodología dogmática bien entendida, es decir, fundada sobre los dogmas básicos derivados del análisis de la ley constitucional.

 
 
 

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